FRANCISCO AYALA

EN SU CENTENARIO

 

 

 

 

 

Mercedes Juliá
 

Villanova University

 

 

            Conocedor profundo de la tradición literaria y filosófica de occidente, Francisco Ayala ha sabido expresar en sus escritos la variada complejidad de los cambios ocurridos durante el siglo XX; por eso es considerado uno de los autores españoles más importantes de esa época.  Escritor que ha vivido durante casi todo el siglo (nació en 1906),  ha sido testigo de las rápidas transformaciones que se han llevado a cabo en las diversas esferas del conocimiento y de la vida social; innovaciones y experiencias que Ayala ha tratado en los numerosos estudios y ficciones publicados durante su vida.  Si bien y simultáneamente ya desde muy temprana edad Francisco Ayala mostró una sensibilidad especial por explorar los elementos constantes de la condición humana, siendo la sociología, la filosofía, la literatura, y las artes en general  materias que le interesaron siempre, como puede observarse al leer cualquiera de sus libros.   

            Comenzó a escribir ensayos y obras de ficción durante los años 20, cuando era estudiante de derecho en la Universidad de Madrid.  De esa época son dos novelas de corte realista, Tragicomedia de un hombre sin espíritu (1925), e Historia de un amanecer (1926), así como una serie de ocho relatos, publicados bajo el título de dos de ellos, El boxeador y un ángel (1929) y Cazador en el alba (1930); textos que entran dentro de la experimentación vanguardista característica de aquella época, y que hasta cierto punto anticipan ya las principales cualidades de la narrativa de Francisco Ayala: un juego constante entre la tradición y la modernidad. De esa época es también un libro de ensayos, Indagación del cinema (1929), en el que Ayala explora la influencia del cine y de la plástica en su obra y en la narrativa en general. 

            Es imposible detenerme aquí a comentar los múltiples libros, artículos y relatos ayalianos;  baste señalar, como lo han hecho otros críticos,[1] que la obra de Ayala va evolucionando a lo largo de ciertas pautas, detectables  ya en sus primeros escritos, y cuyas manifestaciones pueden entenderse como expresiones diversas y a veces contradictorias de una visión fragmentada del mundo, tal como es concebido por este autor.   Esto puede quizá aclararse con  la explicación que ofrece Ayala  al hablar de dos autores con los que siente gran afinidad, y cuya influencia ha sido grande en él.  Me refiero a Cervantes y a Quevedo.  Al hablar de Cervantes dice el escritor granadino que “en la composición del Quijote se cumple de continuo esa increíble hazaña de conectar, armonizándolas, esferas espirituales al parecer incompatibles, campos literarios que parecen excluirse recíprocamente.”[2] Esta habilidad cervantina de estructurar elementos dispares formando una unidad total es también una constante en el arte de componer del propio Ayala, quien en libros como Los usurpadores (1949), o El jardín de las delicias (1971, 1978, 1990, 1992, 1993) presenta relatos breves e independientes, con tonalidades diversas, para formar con ellos un rompecabezas que es la novela. Trozos, algunos satíricos, otros líricos, otros descriptivos, que se relacionan entre otras cosas por pertenecer todos a una misma realidad.  Con ello se logra “proyectar una imagen polifacética de la vida humana, que escapa a cualquier encuadre y se afirma siempre de nuevo como impredictible. . .”[3]   Es en última instancia el lector de los relatos quien, utilizando su capacidad creativa, es instado a darle sentido a las diversas historias presentadas para formar una imagen siquiera parcial de esa realidad elusiva y cambiante que caracteriza la vida en general y la narrativa ayaliana.

El escritor encuentra asimismo fascinante la sátira mordaz que en Quevedo “se aplica a la operación, que con tremenda, despiadada genialidad llevará a cabo en sus obras más maduras, de corroer la realidad hasta aniquilarla por completo.”[4] Todas las apariencias han sido desmanteladas por Quevedo, según Ayala, hasta que aparece el vacío.  Esta explicación es aplicable asimismo al mundo creado por el autor andaluz y a su uso de la sátira para expresar, en numerosos relatos, el sinsentido del comportamiento de ciertos individuos.   Pongo por ejemplo un texto de Los usurpadores, titulado “Los impostores,” donde  el/los protagonistas que se hacen pasar por el rey Sebastián de Portugal están dispuestos a morir guillotinados con tal de obtener, siquiera brevemente, fama y poder.[5] Las imágenes grotescas presentadas en el relato ofrecen el espectáculo de una farsa en la que se resuelve la tensión dramática de la historia: 

 

A lo último, una frase salió de sus labios; dijo como hablando consigo: “¡Pobre don Sebastián, en qué viniste a parar!”  El resto, fue todo muy rápido.  Con el aliento contenido de quienes observan al halcón precipitarse sobre su presa y, prendido a ella, vacilar un momento en el espacio, así vio el pueblo cómo el verdugo se mecía en el aire, prendido al reo. Mas cuando lo hubo soltado, y dejó ahí, colgando de la horca, aquel flojo muñeco de trapo, hubiérase dicho que la escena toda no había sido otra cosa que una mala broma de cómicos lugareños.[6]

 

            Junto a una visión desilusionada del mundo, se da asimismo en Ayala una fe en el amor como vínculo entre los seres y las cosas, por medio del cual puede encontrarse algún tipo de consuelo y armonía en la realidad transitoria.  Este es el caso en un número considerable de textos que componen la última sección de El jardín de las delicias (“Días felices”), narraciones tales como “Mientras tú duermes,” “Tu ausencia,” “Las golondrinas de antaño,” entre otras.[7]          

            La fragmentada unidad de la obra de Ayala (o “el espejo trizado,” como lo llama el autor) se presenta no sólo en los distintos episodios que componen sus libros de ficción, sino en los libros de memorias también; constituidas éstas por sucesos independientes o momentos privilegiados que van formando una imagen de los intereses y experiencias que preocupan al escritor.  Así por ejemplo De mis pasos en la tierra[8] está compuesto por breves viñetas que van trazando las vivencias del narrador en diversos tiempos y lugares del mundo.  A Ayala la cronología no le interesa tanto como la sustancia de la que se compone el quehacer humano y que es constante en el tiempo.  Es por eso por lo que en sus libros mezcla momentos de su vida o de la vida de otras personas  que le vienen a la memoria y que pueden haber ocurrido en tiempos que no se suceden.  Otra característica de la obra ayaliana, relacionada a la anterior, es el hecho de que el narrador no suele distinguir entre lo ficticio y lo real y de ese modo una historia inventada puede haberle ocurrido al hablante, o tener alta dosis autobiográfica, mientras que un suceso autobiográfico será tratado literariamente y puede parecer ficción.  Esto es, el modo de narrar y lo narrado son similares en los libros de ficción y en las memorias, porque para este escritor la invención, mejor que ningún otro medio, revela la forma de ser de su creador.  “Quizá sea la obra de arte,” dice Ayala, “la que nos ofrece una indicación más veraz, más pura, el documento más fehaciente posible acerca de la personalidad de su autor. . .”[9] Con el fin de demostrar lo que vengo diciendo, quisiera analizar un breve relato, “Lake Michigan,” que aparece en El jardín de las delicias, una de las obras de ficción de Ayala,  y también forma parte de sus memorias, De mis pasos en la tierra, sin alteración alguna.  He aquí el relato de Ayala:

 

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LAKE MICHIGAN

            Has querido –me dices- alquilar una casa a las orillas del lago, y no pudo ser; tampoco ese deseo tuyo pudo cumplirse, pues la casita que tanto te había gustado resultó estar condenada: amenazaba hundirse en el agua, y las providenciales autoridades la habían condenado antes de que el lago se la tragara…  Al oírtelo, me agita y resuena dentro de mí una risa semejante al ruido hueco que ese lago hacía cuando, parados al borde una hermosa mañana del pasado otoño, lo vimos arrojar bajo nuestra mirada centenares, quizá miles de peces muertos por la contaminación de sus aguas.  En estos días hablan mucho los periódicos acerca de la polution, de la necesidad de preservar a la naturaleza contra los estragos de una industria invasora.  Y también están hablando los periódicos de salvar la ciudad de Venecia que, paulatina pero inexorablemente, se hunde en el mar.

            Mi pensamiento viaja hacia Venecia…  Sí, durante esta última temporada Venecia ronda mi imaginación de continuo.  Los cines vienen proyectando una versión cinematográfica que Luchino Visconti ha hecho de Der Tod in Venedig, y ello me ha llevado a releer la novela de Thomas Mann.  Esta lectura, las vistas del film, una cierta memoria de The Aspern papers y de las fantasías de Marcel a la recherche du temps perdu, aquel ensayo de Ángel Sánchez Rivero que la Revista de Occidente publicó cuando su autor vivía y yo era muy joven, y que ahora ha vuelto a editarse en España, y sobre todo mis propios recuerdos impregnados de melancólica felicidad, todo ello contribuye a hacerme pensar con frecuencia obsesiva en la ciudad que, poquito a poco, se sume en sus antiguos dominios marinos.

            La muerte en Venecia: qué buen título.  Siempre viene a asociarse en mi mente con el de Rodenbach: Bruges la Morte.  Igual que Venecia, también Brujas –su nombre ya lo declara- es una ciudad de puentes sobre canales; pero los brugge germánicos se nos han convertido, a través del francés, en estas “brujas” españolas que envuelven la ciudad en un ambiente nocturno de aquelarre prestando calidades fantásticas a su condición de muerta, mientras que Venecia brilla, nítida, con la plasticidad y el lujo atroz de los mausoleos, y no es tanto que ella misma esté muerta como que, con imponente magnificencia, aloja a la muerte en su seno.  Mármoles blancos, verdes, negros, cárdenos, relucientes mosaicos, altares, bronces, todo resplandece bajo el sol dorado, sobre el agua de azul absoluto surcada de funerarias góndolas.  Absorta en sí, exhalando un nauseabundo olor a flores podridas, la ciudad entera es un narciso vuelto al engañoso líquido espejo que le hace soñarse eterna mientras que, sin prisa, sucumbe.  Bien percibió Mann, el hombre, lo que de letal hay en la belleza, su seducción imposible, la caída del artista en la mansa, aniquiladora atracción de lo perfecto.  Perfecto es sólo el deseo;  pero no, no tiendas tus manos para apresarlo: aquella casa que tanto te gustaba se hundirá en el lago.

            ¡Lago Michigan!  Con purísima, fresca luminosidad, resurge y canta dentro de mí en palabras inglesas que yo entonces no podía aún comprender, intacto desde el fondo del tiempo (¡cuánta agua no ha corrido bajo los puentes desde aquellas fechas!) el lake Michigan de la canción grabada en un disco que compré con mi primer gramófono de manubrio, y que yo escuchaba, incansable, una vez y otra y otra, en el remoto Madrid de mi juventud.  Vinieron después los desastres de la guerra, y seguramente nunca más acudió a mi memoria esa pieza de música (¿era un fox-trot?;  creo que era un fox-trot)  hasta que el imprevisible destino me ha conducido a esta orilla que devora casas y devuelve peces muertos.

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            Este breve texto, o poema en prosa, puede entenderse como microcosmos de la obra entera de Ayala que vengo comentando, pues en él se plantean  muchas de las características que definen el quehacer poético de este escritor.   Una anécdota simple; una carta que recibe un día cualquiera, o una llamada telefónica, no queda explícito y tampoco importa, con una noticia al parecer intrascendente: “no le han alquilado una casita cerca del lago a una persona querida,” da aquí pie a un despliegue de emociones, de recuerdos, de momentos vividos y leídos en diversas partes del mundo y en tiempos dispares y que llevan al autor a explorar los temas metafísicos más significativos, como son la vida, el deseo, el amor y la muerte. 

            El escritor trabaja por medio de asociaciones de palabras, de temas y de significados que le vienen a la mente y que no trata de controlar, sino que por el contrario deja fluir, e intenta reproducir en la escritura, para que sean esos mismos pensamientos los que vayan componiendo esta prosa, llena de sugerencias y de enigmas también.  En el arte de componer de Ayala, los hechos son por lo general tomados de la realidad “tal cual la experiencia [se] los había ofrecido, sin más alteración que la impuesta sobre ellos por su ingreso dentro de una estructura artística.”[10]  Así, en este texto lírico que comento, se va dando forma a las intuiciones del autor, por medio de las cuales este mismo toma conciencia de ellas, al verlas plasmadas en la obra de arte.  Como Ayala ha expresado en otro lugar, “el sentido íntimo de la vida individual . . . aún para el propio sujeto que la vive está muy lejos de ser transparente.” [11] Por eso la escritura es un intento de apresar  ese momento vivido que se le presenta como sugerente y misterioso.

            La palabra en inglés “Lake Michigan,” asociada a la persona que le ha dado la noticia, produce un trastorno en el oyente: quizá dicha conmoción sea causada por el recuerdo; por el hecho de que esa persona ya no esté a su lado como lo estuvo en un pasado reciente, cuando ambos vieron al lago expulsar miles de peces muertos.  La voz lírica se ríe con esa melancolía que esconde la tragedia que da la conciencia del paso del tiempo.  La experiencia va unida tal vez al hecho de que ya no están juntos, y su recuerdo le produce un sentimiento agridulce; quizá por haber sido él quien dejara esa relación imposible, a pesar de que ella la deseaba, como desea ahora la casita: “no pudo ser; tampoco ese deseo tuyo pudo cumplirse.”  El lector no conoce exactamente los detalles de la relación, pero sí puede captar, por medio de las imágenes utilizadas, las sensaciones de placer (al haber recibido noticias de la persona ausente), asombro, y melancolía ocasionadas por esta noticia: “Al oírtelo, me agita y resuena dentro de mí una risa semejante al ruido hueco que ese lago hacía cuando, . . . lo vimos arrojar bajo nuestra mirada centenares, quizá miles de peces muertos por la contaminación de sus aguas.” Ausencia del amor, deseo no logrado, muerte de lo que fue, naturaleza destruida, todo esto queda asociado inmediatamente en la mente del escritor y relacionado con otros lugares y con otras experiencias semejantes vividas y leídas.

            Venecia es un lugar que se enlaza a la situación anterior porque las aguas de esta ciudad están asimismo contaminadas y exhalan un olor nauseabundo.  La impresionante belleza de la ciudad, como la del lago, es apariencia sólo, pues el agua que erosiona acabará gradualmente tragándose a la ciudad entera.  Lago y ciudad acogen en su seno a la muerte, pues ambos son mausoleos de lo natural (el lago) y de lo  artístico  (Venecia).  La asociación, como digo, ha unido en la mente del narrador el drama físico: el lago muerto (porque no hay vida dentro de él),  y el hecho de que las casas que lo rodean se hundan y sean tragadas por el mismo;  y el drama individual:   la muerte de esa relación con la persona que le envía la noticia y que aún continúa viva en el recuerdo.

            En Venecia, la tragedia presentada en  la novela de Thomas Mann, Der Tod in Venedig, es  también rememorada en el relato de Ayala, ya que lo que mueve la trama en la obra del autor alemán es precisamente el deseo de belleza y amor plasmados en la figura de Tadzio, el jovencito rubio que se encuentra de visita en la ciudad y de quien se enamora perdidamente el protagonista Aschenbach.  La atracción física del personaje principal por el joven desencadena una situación trágica que lleva irremediablemente a la muerte espiritual y física de esa relación imposible. Muerta también es la ciudad de Brujas, según el célebre libro de Rodenbach, evocado igualmente por Ayala, y donde el agua que atraviesa la ciudad y sus puentes producen una sensación de belleza inalcanzable, junto a otra terrible de inmovilidad y decadencia parecida a lo no vivo. 

            Un detalle de la existencia cotidiana, que al parecer no tenía mayor importancia,  ha dado pie en esta breve pieza, a una reflexión sobre la vida misma, la cual da la impresión de moverse, según las sucesivas alusiones del texto, sólo por un deseo de belleza y de  plenitud.  Pero el secreto está, lo dice Ayala,  en desear algo sin esperar nunca obtenerlo: “perfecto es sólo el deseo;  pero no, no tiendas tus manos para apresarlo: aquella casa que tanto te gustaba se hundirá en el lago.”  El deseo no logrado produce tristeza y melancolía,  mientras que si se cumple, éste llevará irremediablemente a la desilusión, al hartazgo y a la destrucción.  Palabras desoladoras que muestran el sinsentido de la existencia, el cual fue asimismo expresado por otro escritor granadino, García Lorca, en su drama Así que pasen cinco años.  En la obra lorquiana, la plenitud amorosa, si llega a realizarse, es siempre efímera, y por eso el amor y la vida misma son presentados, al igual que en el poema de Ayala, como  tentaciones frustrantes. 

            Como puede observarse al analizar “Lake Michigan,” el arte de Ayala consiste en la búsqueda de las causas primeras que encierra la realidad común, en conocer las estructuras profundas, ya sean del mundo físico o del sentir del individuo.  Es el enigma o el misterio planteado por una situación concreta el que impulsa al autor a indagar en el tema, utilizando para ello un discurso racional que a su vez va movido por la intuición poética.  En “Reflexiones sobre la estructura narrativa” Ayala precisaba que “la poesía es un método de conocimiento por vía intuitiva, que sin duda posee mayor amplitud y quizá mayor calado que el ofrecido en la vía racional de filosofía y ciencia; y tal es la razón de que filosofía y ciencia vayan redescubriendo tardíamente verdades que ya desde muy pronto la humanidad había recibido en revelaciones fulgurantes a través de la imaginación poética.”[12] Y sin embargo esta indagación poética no quiere resolver de una vez por todas los misterios escondidos de la naturaleza, antes bien los presenta como  interrogantes de la condición humana.  Así en “Lake Michigan,” la relación deseo-amor-vida-muerte queda expuesta desde varios ángulos y por alusiones a otros lugares y lecturas, y termina esfumándose sin haber sido exhaustivamente explicada o entendida.  La indeterminación y la ambigüedad son también características de la prosa de Ayala, la cual sugiere sin querer encapsular o aclarar lo que de misterioso tiene la existencia.

            El relato nos ha llevado a varias ciudades del mundo: Chicago, Venecia y Brujas, y a otros textos y películas que el autor ha leído y que están asociados con esta experiencia vital concreta: las noticias en los periódicos sobre la ciudad de Venecia, la novela de Thomas Mann, La muerte en Venecia, el libro de Rodenbach, Bruges la Morte, la película de Visconti basada en la novela de Mann,  el ensayo de Ángel Sánchez Rivero, The Aspern Papers, la obra de Marcel Proust  A la recherche du temps perdu, todas estas referencias aparecen citadas en el corto relato ayaliano, porque, como he explicado anteriormente, de maneras diversas se relacionan a la experiencia vivida. 

            La intertextualidad se da en multitud de relatos donde las vivencias de Ayala  aparecen conectadas a las de otros autores lejanos y clásicos con los que siente afinidad, convirtiéndose la escritura en una especie de diálogo con otros libros del pasado, y el autor en lector dentro de su propio texto.  Como explica Ángeles Prado, “el Ayala maduro ha venido construyendo su conciencia perceptora asimilando no sólo las experiencias vividas en su propia carne, sino también las que ha vivido en sus lecturas, aquéllas en las que se asoma a otros destinos humanos del pasado, descifrando su secreto y confiriéndoles forma y sentido.”[13]

            El proceso asociativo que siguen los lectores de los distintos relatos ofrece una similitud al seguido por el propio escritor, al recrear en sus obras las de otros autores pertenecientes a la tradición literaria, de la que tanto autor como lectores somos herederos. Así en “Lake Michigan” las abundantes alusiones literarias implícitas y explícitas son “como vibraciones –lejanas e imprecisas algunas, inmediatas y clarísimas otras- que apelan a la imaginación del lector como ecos de lo que contiene el pasado de experiencia común.”[14] Desde esta perspectiva, la obra de Ayala constituye un eslabón entre la tradición literaria y la creación actual, o una actualización del legado cultural y artístico que queda manifiesto desde ángulos diversos en los distintos textos.

            Cada una de las prosas aparece anclada en un momento concreto, en experiencias vividas por Ayala en lugares y tiempos diversos, pero que sin embargo exceden el marco de lo biográfico y de lo específico, ofreciendo sugerencias para la interpretación del mundo y de los individuos que lo integran.  Así, como he señalado en el ejemplo anterior, los textos invitan a la reflexión sobre cuestiones metafísicas, y a unir las experiencias individuales de los lectores a las ofrecidas por el autor y por otros autores citados.  Esto porque  la poesía crea una estructura sugerente y amplia que permite que otras personas puedan sentir sus propias experiencias dentro del marco creado por la obra de arte.  Las intuiciones  de las que parte el poema no son exactamente las mismas que recibe el lector, pero dichas intuiciones sí responden a sensaciones profundas que cualquier persona puede asimismo detectar y sentir desde su propio mundo y experiencias individuales. 

            Por mi parte, he elegido “Lake Michigan” para esta exposición precisamente por su lirismo, por su brevedad, por toda la verdad y misterio que encierran tan pocas palabras, por su exquisita forma circular, pero, y muy especialmente, porque la sola mención en inglés del lago Michigan y las imágenes que presenta Francisco Ayala en este breve relato  me transportan a mí también a mis días en Chicago. El sólo nombre, como digo, me devuelve  recuerdos de aquellos años intensos vividos en la Ciudad  y en la Universidad  de Chicago, donde Ayala mismo había sido profesor, y es quizá por eso por lo que esta pieza es una de mis favoritas dentro de estos libros.  Actividad lectorial sugerente a la que, por otra parte y como he señalado arriba,  invitan los relatos de este autor.    Al crear con entera libertad partiendo de intuiciones particulares, Ayala nos ofrece una obra plural y viva que trasciende sus experiencias personales para abarcar el mundo de lo racional y de lo irracional,  expresando por medio de una serie de temas, de voces, de tiempos y de lugares, la transitoriedad y penurias de la condición humana. 

            Para Ayala cualquier atisbo de unidad es ilusoria, pues es la pluralidad el signo de nuestro tiempo y de la realidad elusiva y cambiante.  “Lake Michigan” explora desde ángulos diversos la relación deseo/amor/muerte, mientras que otros relatos abordan otros temas que van desde la obra de arte hasta el crimen pasional.

            Pero no sólo ha escrito Francisco Ayala ficciones y memorias, el autor es conocido asimismo como autor de libros esenciales de sociología, de teoría y crítica literarias, tratados sobre la traducción, siendo asimismo autor de traducciones de obras importantes.  Es también teórico del periodismo, del cine y de demostraciones audiovisuales varias.  Esto es, Francisco Ayala es reconocido como narrador y ensayista polifacético que ha creado con su obra  un monumento de la literatura y del pensamiento contemporáneos.  Obra la suya que comprende desde las incursiones en el modernismo de comienzos de siglo, pasando por la experimentación vanguardista de los años veinte, a la disolución de la modernidad apreciable en las obras de la época actual.  Es por eso por lo que sus escritos y sus ficciones son centrales y necesarios para entender los numerosos cambios que se han producido durante el siglo XX, así como el drama humano de cualquier época o  lugar.

 

 

 


 

[1] Carolyn Richmond explica este punto en “De mitos y metamorfosis: Las constantes vanguardistas en la obra narrativa de Francisco Ayala.”  Francisco Ayala y las vanguardias.  Ed. Vázquez Medel.  Sevilla:  Alfar, 1998.  Págs.  15-31.

[2] Francisco Ayala.  Cervantes y Quevedo.  Barcelona: Seix Barral, l974.  Pág. 90.

[3] Cervantes y Quevedo. Pág. 82.

                [4] Francisco Ayala, Cervantes y Quevedo, pág.  210.

[5] Para un análisis de estos relatos, consúltese mi artículo “Entre la modernidad y la

postmodernidad: Los usurpadores de Francisco Ayala.”  Historicidad en la novela española contemporánea.  Ed. M. Juliá.  Cádiz: Publicaciones de la Universidad de Cádiz, l997. Págs. 15-26. 

            [6]Francisco Ayala.   Los usurpadores.  La cabeza del cordero.  Inroducción de Andrés Amorós.  Madrid: Espasa-Calpe, 1978.  Pág. 109.

 

[7] Francisco Ayala.  El jardín de las delicias.  El tiempo y yo.  Prólogo de Carolyn Richmond.  Madrid: Espasa-Calpe, 1978.

[8] Francisco Ayala.  De mis pasos en la tierra.  Madrid: Alfaguara, 1996.

[9] Cervantes y Quevedo, pág.  237.

[10] Francisco Ayala. El tiempo y yo.  Pág. 257. 

[11] Francisco Ayala.  Recuerdos y olvidos.  Madrid: Alianza Editorial, 1988. Pág.  22.

[12] Francisco Ayala.  “Reflexiones sobre la estructura narrativa.”  El escritor en su siglo.  Madrid:Alianza Editorial, 1990.  Pág. 54.

 

[13] Retratos y autorretratos en el ensayo literario de Francisco Ayala.  Oviedo: Ediciones Novel, 2004. Pág. 47.

[14]Carolyn Richmond.   “De sus pasos en la tierra: el viaje literario-vital de Francisco Ayala.”  Insula  625-626, enero-febrero, 1999. Pág. 24.